Luis de Oteyza (1883-1961)




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La vuelta de los vencidos

Por la estepa solitaria, cual fantasmas vagarosos,
abatidos, vacilantes, cabizbajos, andrajosos,
se encaminan lentamente los vencidos a su hogar,

y al mirar la antigua torre de la ermita de su aldea,
a la luz opalescente que en los cielos alborea,
van el paso retardando, temerosos de llegar.

Son los hijos de los héroes que, en los brazos de la gloria,
tremolando entre sus filas el pendón de la victoria,
regresaron otras veces coronados de laurel.

Son los hijos, la esperanza de esa raza poderosa
que, los campos fecundando con su sangre valerosa,
arrastraba siempre el triunfo amarrado a su corcel.

Son los mismos que partieron entre vivas y clamores,
son los mismos que exclamaron: ¡Volveremos vencedores!…
Son los mismos que juraban al contrario derrotar,

son los mismos, son los mismos, sus caballos sudorosos
son los potros impacientes que piafaban ardorosos
de los parches y clarines al estruendo militar.

Han sufrido estos soldados los horrores de la guerra,
el alud en la llanura y las nieves en la sierra,
el ardor del rojo día, de las noches la traición;

del combate sanguinario el disparo, la lanzada
—el acero congelado y la bala caldeada
y el empuje del caballo y el aliento del cañón.

Pero más que esos dolores sienten hoy su triste suerte,
y recuerdan envidiosos el destino del que muerte
encontró en lejanas tierras. Es mejor, mejor morir,

que volver a los hogares con las frentes abatidas,
sin espadas, sin banderas y ocultando las heridas,
las heridas que en la espalda recibieron al huir.

A lo lejos el poblado ya percibe su mirada:
¿Qué dirá la pobre madre? Qué dirá la enamorada
que soñaba entre sus brazos estrecharle vencedor?

¿Qué dirá el anciano padre, el glorioso veterano,
vencedor en cien combates? ¿Y el amigo? ¿Y el hermano?
¡Callarán avergonzados, si no mueren de dolor!…

Y después, cuando a la lumbre se refiera aquella historia
del soldado, que al contrario disputando la victoria,
en los campos de batalla noble muerte recibió;

y los viejos sus hazañas cuenten luego, entusiasmados,
se dirán los pobres hijos del vencido, avergonzados:
¡Los valientes sucumbieron y mi padre regresó!…

Tales cosas van pensando los vencidos pesarosos,
que, abatidos, vacilantes, cabizbajos y andrajosos,
caminando lentamente, se dirigen a su hogar;

y al mirar la antigua torre de la ermita de su aldea,
a la luz opalescente que en los cielos albores
van el paso retardando, temerosos de llegar.

El caballero de la dicha

Por las encantadas selvas misteriosas,
donde del ensueño florecen las rosas,
sigue de la vida la senda ondulante
un noble mancebo de porte arrogante,
bizarro jinete, gallardo y gentil.
–Amanece el día y sonríe Abril–.

Al veloz galope de corcel ligero,
buscando la Dicha, corre el caballero.

De su airón altivo blancas son las plumas
como de ilusiones nevadas espumas;
blancos los reflejos de su arnés de plata
que las blancas luces del alba retrata;
y blanco su escudo donde per blasón,
orlado de lirios, lleva un corazón.

Al veloz galope de corcel ligero,
buscando la Dicha, corre el caballero.

Llega por la senda que ante él se deslíe,
al rincón florido en donde sonríe,
turbada la virgen. La brisa las lomas
acaricia suave. Se unen las palomas
con el tierno arrullo de su amor triunfal
y da la madrépora su aroma nupcial.

Al veloz galope de corcel ligero,
buscando la Dicha, corre el caballero.

Del áspero monte escala la cumbre,
que nimba el Sol de oro con su regia lumbre.
La cumbre altanera en que la Victoria
otorga el perenne laurel de la Gloria.
La Tierra humillada contempla a sus pies,
como alzado sobre inmenso pavés.

Al veloz galope de corcel ligero,
buscando la Dicha, Corre el caballero.

Mansión de deleites encuentra a su paso.
El Placer, brindando, levanta su vaso.
Agita su sistro la rubia bacante,
Fue la Alegría su risa vibrante.
Y en orgía loca con su loco ardor,
triunfantes los goces, vencen al Dolor.

Al veloz galope de corcel ligero,
buscando la Dicha, corre el caballero.

En gruta, recóndita, de viejas hornillas
a las vacilantes llamas amarillas,
ve, en el negro muro, las cifras arcanas
sintaxis de todas las ciencias humanas.
Su fuerza gigante allí da el Saber
el Poder del número, el Magno Poder.

Al veloz galope de corcel ligero,
buscando la Dicha, corre el caballero.

El Sol a su lecho de nubes se inclina.
La senda se pierde entre la neblina,
del triste crepúsculo. En la desolada
planicie del yermo, estéril y helada,
la trémula frase de renunciación
alza el cenobita, con mística unción.

Al veloz galope de corcel ligero,
buscando la Dicha, corre el caballero.

Es la noche eterna, oscura y silente;
solo, en lontananza, la piedad luciente
de un rayo de luna, con pausa y misterio,
llega entre las sombras hasta el cementerio.
Y sobre las losas que ampara la Cruz,
canta, compasiva, un Réquiem su luz.

Al veloz galope de corcel ligero,
buscando la Dicha, corre el caballero