Francisco de Rioja (1583-1659)



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A la riqueza

¡Oh mal seguro bien, oh cuidadosa
Riqueza, y cómo a sombra de alegría
Y de sosiego engañas!
El que vela en tu alcance y se desvía
Del pobre estado y la quietud dichosa,
Ocio y seguridad pretende en vano,
Pues tras el luengo errar de agua y montañas,
Cuando el metal precioso coja a mano,
No ha de ver sin cuidado abrir el día.

No sin causa los dioses te escondieron
En las entrañas de la tierra dura;
Mas ¿qué halló difícil y encubierto
La sedienta codicia?
Turbó la paz segura
Con que en la antigua selva florecieron
El abeto y el pino,
Y trájolos al puerto,
Y por campos de mar les dio camino.

Abrióse el mar y abrióse
Altamente la tierra,
Y saliste del centro al aire claro,
Hija de la avaricia,
A hacer a los hombres cruda guerra.
Saliste tú, y perdióse
La piedad, que no habita en pecho avaro.

Tantos daños, riqueza,
Han venido contigo a los mortales,
Que aun cuando nos pagamos a la muerte,
No cesan nuestros males,
Pues el cadáver que acompaña el oro
O el costoso vestido,
Sólo por opulento es perseguido;
Y el último descanso y el reposo
Que tuviera en pobreza le es negado,
Siendo de su sepulcro conmovido.

¡A cuántos armó el oro de crueza,
Y á cuántos ha dejado
En el último trance o dura suerte!        
Pierde su flor la virginal pureza
por ti, y vése manchado ‘
con adulterio el lecho, no esperado.

Al menos animoso,
Para que te posea,
Das, riqueza, ardimiento licencioso.
Ninguno hay que se vea
Por ti tan abastado y poderoso,
Que carezca de miedo.

¿Qué cosa habrá de males tan cercada,
Pues ora pretendida, ora alcanzada,
Y aun estando en deseos,
Pena ocultan tus ciegos devaneos?
Pero cánsome en vano, decir puedo;
Que si sombras de bien en ti se vieran,
Los inmortales dioses te tuvieran.  

A la pobreza

Desde el infausto día
que visité con lágrimas primeras,
me tienes, o pobreza, compañía;
aunque tan buena, como dicen, fueras,
por ser tanto de mí comunicada,
me vinieras a ser menos preciada.

Diré tus males sin que mucho ahonde
en ellos, que es muy raro
lo que por glorias tuyas contar puedes.
Tal vez el que en su casa un monte esconde
de Numidia y de Paro
en arcos y paredes,
cuando entre el blando lino se rodea,
puesto de los cuidados en el fuego,
sin conocerte alaba tu sosiego,
y nunca, aunque lo alaba, lo desea;
llegas a ser de alguno, en fin, loada,
mas de ninguno apenas deseada.

¿Si eres tú de los males
él que nos trata con mayor crüeza,
cómo podrá ninguno codiciarte?
Después que nació el oro,
y con él la grandeza,
murió tu ser, murió tu igual decoro,
en otra edad divino:
¿si por eso, pobreza, en toda parte
con enfermo color andas contino?

Con preciosos metales
siempre veo levantado
lo que tienes tú sola derribado.
¿Qué ciudad populosa
se sabe que por ti se haya fundado?
¿Qué fuerza inexpugnable y espantosa
por ti se ha fabricado?

El suave color, la hermosura
sólo en tu ausencia con su lustre dura.
Píntame la belleza
mayor que imaginares,
compuesta de jazmines y de grana:
si con vestido tuyo la adornares,
su lustre pierde y gracia soberana.

Pues cuando el agro invierno,
hijo tuyo sin duda,
que, como tú, también siempre desnuda,
roba al bosque el verdor y lo despoja
de su amarilla hoja,
pobre por ti su frente,
ni su sombra codicia más la gente,
ni sus ramas las aves.

Y si yo vanamente no discierno,
¿cuándo armarse pudieron vastas naves
donde se vio tu sombra?,
¿cuándo ejércitos gruesos?
El número infelice de sucesos
que por ti han avenido, ¿a quién no asombra?
Hablen los nunca sepultados huesos
que en las playas blanquean,
de tantos que por falta de sustento
al mar rindieron el vital aliento.

¡Cuántos has escondido
en los anchos desiertos
para que al mal seguro caminante
asalten encubiertos!
¡O, en cuántas partes se verá teñido
el campo con la sangre de los muertos!
No hay voz, aunque de hierro, que bastante
sea a decir los males que acarrean
duras necesidades.

Los pobres que habitan las ciudades,
¿qué afrenta no padecen?:
lo que por sus ingenios merecieron,
o pobreza, por ti lo desmerecen.
¿Qué pobre hubo discreto?
¿Cuándo tuvo amistades
que aun con pequeño honor correspondieran?
¿Cuándo con la pobreza algún respeto
jamás se tuvo a las tendidas canas
que tú de blanca nieve, edad, coloras?

¡O mentes de la humilde gente vanas,
no cuidéis, a despecho
de vuestra pobre y mísera fortuna,
levantaros al cerco de la luna!
Mirad que cuantos hijos van saliendo
del nunca en vano frecuentado lecho,
tantos esclavos, ¡ay!, os van creciendo
que ocupéis en mezquina servidumbre,
no sin tormento vuestro, no sin llanto.

¿Qué vale, o pobres, levantaros tanto?
Mirad que es necio error, necia costumbre,
soltar a la soberbia así la rienda:
que yo apenas, humilde y sin contienda,
puedo contar en paz algunas horas
de las que paso en el silencio oscuro,
olvidado en pobreza y no seguro.

A la constancia

Al pintor Francisco Pacheco

¿Ves cómo las riberas permanecen
firmes, Pacheco, al Ponto embravecido,
que aunque al horrendo golpe se estremecen
con el temor quizá del gran ruido,
después de roto un mar, con igual frente,
animosas aguardan el siguiente?

Tal juzga mi firmeza,
aunque cambio semblante
a los golpes del vulgo enfurecido:
que el ánimo constante
no ostenta su grandeza
en negar a los males sentimiento,
más solo en no abatirse a su aspereza.

Ármense ciento á ciento
los que hieren con rabia envidiosa,
y furiosos en mí sus iras prueben,
que en lo adverso constancia se acredita.

¡O, ejercité yo siempre el sufrimiento
con frente no marchita!
Que los valientes ánimos más deben
a la acerba ocasión, que a la dichosa,
porque en el daño su valor se aumenta,
como el estéril campo que acrecienta
la virtud abrasado,
(el incendio sonante i dilatado
el vicio le destierra),
y la copia de frutos producida
debe más a la llama que a la tierra.

¡O, cuánto es infelice quien la vida
breve pasa olvidado!
Siempre igual, cuando nace y cuando muere,
yace en alto silencio sepultado.
¡Y cuánto aquel dichoso
que la común envidia mereciere!
pues, si vive envidiado, no envidioso
de cuánto bien reparte la fortuna
debajo el cerco de la blanca luna.

Presente la virtud no resplandece
cómo debe, con honra no manchada,
antes es perseguida y denostada;
más descúbrese ausente, y aparece
el puro lustre suyo,
y entonces aun del contrario es deseada.

Con este fundamento nunca huyo
mientras vivo, Pacheco peregrino,
del enemigo el diente más agudo,
ni formo queja alguna
del más amigo en mi alabanza mudo;
que en el último día
comenzará a vivir la gloria mía.

Tú, pues, que en la pintura con destreza
a la Naturaleza
ya vences, y ya igualas,
no temas de enemiga
pluma, o de acerba lengua lo que diga;
que tu nombre divino
el tiempo llevará sobre sus alas,
y por tu ingenio y arte
dirá del orbe en la escondida parte,
nunca en tus alabanzas importuno,
que antes te envidia, que te imita alguno.

A la rosa

Pura, encendida rosa,
émula de la llama
que sale con el día,
¿cómo naces tan llena de alegría
si sabes que la edad que te da el cielo
es apenas un breve y veloz vuelo,
y ni valdrán las puntas de tu rama
ni púrpura hermosa
a detener un punto
la ejecución del hado presurosa?

El mismo cerco alado
que estoy viendo riente,
ya temo amortiguado,
presto despojo de la llama ardiente.
Para las hojas de tu crespo seno
te dio Amor de sus alas blandas plumas,
y oro de su cabello dio a tu frente.

¡O fiel imagen suya peregrina!
Bañóte en su color sangre divina
de la deidad que dieron las espumas,
¿y esto, purpúrea flor, esto no pudo
hacer menos violento el rayo agudo?

Róbate en una hora,
róbate licencioso su ardimiento
el color y el aliento:
tiendes aún no las alas abrasadas,
y ya vuelan al suelo desmayadas.

Tan cerca, tan unida
está al morir tu vida,
que dudo si en sus lágrimas la aurora
mustia tu nacimiento o muerte llora.

Al verano

Fonseca, ya las oras
del ivierno aterido,
aunque tarde, se fueron
y su vez agradable permitieron
al céfiro florido.

Ya el verano risueño
nos descubre su frente
de rosas y de púrpura ceñida;
remite el aire el desabrido ceño,
y el sol libra sus rayos
de las nubes oscuras,
y con luces más vivas y más puras
regalando la nieve,
al blanco pie de los parados ríos
las prisiones de hielo alegre quita
y su antiguo correr les solicita.

Viste de yerba el suelo,
y de verdor lozano
frentes que desnudara el cierzo cano;
en la copia de flores que aparece
por los troncos desnudos,
que rara y breve hoja cubre apena,
esperanzas ofrece
del rústico al sudor, premio mal cierto,
bien que sabroso engaño,
de los frutos que espera
en el copioso ramo y en la era.

La pesadumbre líquida no crece
con el furor de los oscuros vientos
que ásperos la levantan y remueven
de sus hondos asientos,
más antes, ya serena y clara, gime
con el peso de máquinas aladas
que su tranquila y lisa frente oprime.

Filomela con voces acordadas
se oye sonar en los confusos senos
de ramas intricadas
y en los prados amenos.
¡O, cómo es el verano
tiempo más genial i más humano
que otro alguno que da el volver del cielo!
¡O, cuál número y cuánto trae de flores!
¡O, cuál admiración en sus colores!

De la imagen de Amor, ardiente rosa,
las encendidas alas,
que fueron ya de sus espinas galas,
con el color, con el olor divino
son lustre y ornamento al blanco lino
do al gusto se ministra, coronando
la mesa regalada
y fruta sazonada,
con el puro rocío blanqueando.

Pues, ¡cuál parece el búcaro sangriento
de flores esparcido
y el cristal veneciano
a quien l’agua de elada
la tersa frente le dejó empañada!
¿A cuál vaga lazada de oro crespo,
a cuál púrpura y nieve,
por do las gracias y el amor se mueve,
no aumentó hermosura peregrina
alguna flor divina?

¡O florido verano!,
si a mí afecto se debe,
camina a lento paso,
deja el bolar, deja el bolar ligero
para tiempo más triste y más severo:
tú cándido y suave y blando espira
y tardo te retira.

Pero sordo y difícil a mi ruego
veloz pasa volando,
al humano linaje amonestando,
viendo las rosas que su aliento cría
cómo nacen y mueren en un día:
que las humanas cosas,
cuanto con más belleza resplandecen,
más presto desvanecen.

¿Y tú la edad no miras de las rosas?
Arde, Fonseca, en el divino fuego,
fuego divino tuyo,
toma ejemplo del tiempo que nos huye,
que en sus flores de tardos nos arguye,
y no dejes pasar en ocio un punto.

Vive en la excelsa llama
que a nueva gloria y resplandor te llama,
que no sabes si al día claro y puro
otro podrás contar ledo y seguro,
o si el hermoso incendio que te apura
lucirá con eterna hermosura.

Al clavel

A ti, clavel ardiente,
envidia de la llama y del Aurora,
miró al nacer más blandamente Flora:
color te dio excelente
y del año las horas más suaves.

Cuando a la excelsa cumbre de Moncayo
rompe luciente sol las canas nieves
con más caliente rayo,
tiendes igual las hojas abrasadas.
Mas, ¿quién sabe si a Flora el color debes,
cuando debas las horas más templadas?
Amor, Amor, sin duda, dulcemente
te bañó de su llama refulgente
y te dio el puro aliento soberano:
que eres, flor encendida,
pública admiración de la belleza,
lustre y ornato a pura y blanca mano,
y ornato y lustre y vida
al más hermoso pelo
que corona nevada y tersa frente,
¡sola merced de Amor, no de suprema
otra deidad alguna,
ô flor de alta fortuna!

Cuantas veces te miro
entre los admirables lazos de oro
por quien lloro y suspiro,
por quien suspiro y lloro,
en invidia y amor junto me enciendo.
Si forman por la pura nieve y rosa
(diré mejor, por el luciente cielo)
las dulces hebras amoroso vuelo,
quedas, clavel, en cárcel amorosa
con gloria peregrina aprisionado.

Si al dulce labio llegas que provoca
a suave deleite al más helado,
luego que tu encendido seno toca
a su color sangriento,
vuelves, ¡ay, o dolor!, más abrasado.
¿Dióte naturaleza sentimiento?
¡Ô yo dichoso a habérseme negado!
Hable más de tu olor y de tu fuego
aquél a quien envidias de favores
no alteran el sosiego.

A la arrebolera

Tristes oras i pocas
dio a tu vivir el cielo,
y tú a su eterna ley mal obediente
á no fáciles iras lo provocas:
alzas la tierna frente,
(en llama, diré, o púrpura bañada?)
de la gran sombra en el oscuro velo,
y mustia, y encogida y desmayada,
llegas a ver del día
la blanca luz rosada:
y tan poco se desvía
de tu nacer la muerte arrebatada!

Si es, pues, de alto decreto
que el tiempo breve de tu edad incluyas
en solo el cerco de una noche fría,
¿qué te valdrá que huyas,
con ambicioso afeto
de acrecentarle instantes a la vida,
los conocidos y nativos lares?

No inquietes atrevida
el cano seno a los profundos mares,
que por ventura negarán camino
en daño tuyo a tu ferrado pino;
y en vez de la acogida
que en las pardas entrañas
hallaste siempre de la tierra dura,
hallarás en sus aguas sepultura.

Dime, ¿cuál necio ardor te solicita
por ver de Apolo el refulgente rayo?
¿Qué flor de las que en larga copia el mayo
vierte, su grave incendio no marchita?
¡O, cómo es error vano
fatigarse por ver los resplandores
de un ardiente tirano
que impío roba a las flores
el lustre y el aliento, y los colores!

Y tú, admirable y vaga,
dulce honor y cuidado de la noche,
si la llama y color el sol apaga,
¿cuál mayor dicha tuya
que el tiempo de tu edad tan veloz huya?
No es más el luengo curso de los años
que un espacioso número de daños.

Si vives breves horas,
¡o, quanta glorias tienes!
Tú las divinas sienes
ciñes de la callada noche oscura,
y no una vez ofrece a las auroras
la soñolienta Diosa,
de tus colores bellos
tintas para sus frentes y cabellos.

Deja el mar ambiciosa,
que por tu errar inmenso y dilatado
no añadirá fortuna
hora a tu edad alguna,
ni por mudar lugar tan apartado
que otro sol lo visite y otra luna;
y pasa en ocio y paz aventurada
de tu vivir el tiempo oscuro y breve,
esperando aquel último desmayo
á quien tu luz y purpura se debe.

Al jazmín

¡O en pura nieve y purpura bañado,
Jazmín, gloria y honor del cano estío!
¿Cuál habrá tan ilustre entre las flores,
hermosa flor, que competir presuma
con tu fragante espíritu y colores?

Tuyo es el principado
entre el copioso número que pinta
con su pincel y con su varia tinta
el florido Verano.

Naciste entre la espuma
de las ondas sonantes
que blandas rompe y tiende el Ponto en Chío,
y quizá te formó suprema mano,
como a Venus, también de su rocío:
o, si no es rumor vano,
la misma blanca diosa de Citera,
cuando del mar salió la vez primera,
por do en la espuma el blando pie estampaba
de la plaza arenosa,
albos jazmines daba;
y de la tersa nieve y de la rosa
que el tierno pie ocupaba,
fiel copia apareció en tan breves hojas.

La dulce flor de su divino aliento
liberal escondió en tu cerco alado:
hizo inmortal en el verdor tu planta,
el soplo la respeta más violento
que impele envuelto en nieve el cierzo cano,
y la luz más flamante
que Apolo esparce altivo y arrogante.

Si de suave olor despoja ardiente
la blanca flor divina,
ya amenaza a su cuello, ya a su frente,
cierta y veloz ruina,
nunca tan licencioso se adelanta
que al incansable suceder se opone
de la nevada copia,
que siempre al mayor sol igual florece,
e igual al mayor hielo resplandece.

¡O jazmín glorioso!
tú solo eres cuidado deleitoso
de la sin par hermosa Citerea,
y tú también su imagen peregrina.

Tu cándida pureza
es mas de mí estimada
por nueva emulación de la belleza
de la altiva luz mía,
que por obra sagrada
de la rosada planta de Dione:
a tu excelsa blancura
admiración se debe
por imitar de su color la nieve,
y a tus perfiles rojos
por emular los cercos de sus ojos.

Cuando renace el día
fogoso en Oriente,
y con color medroso en Occidente
de la espantable sombra se desvía,
y el dulce olor te vuelve
que apaga el frio y que el calor resuelve,
al espíritu tuyo
ninguno habrá que iguale
porque entonces imitas
al puro olor que de sus labios sale.
¡O! corona mis sienes,
flor, que al olvido de mi luz previenes.