Gaspar Nuñez de Arce (1832-1903)



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Tristezas

Cuando recuerdo la piedad sincera
con que en mi edad primera
entraba en nuestras viejas catedrales,
donde postrado ante la cruz de hinojos
alzaba a Dios mi ojos
soñando en las venturas celestiales;

Hoy que mi frente atónito golpeo,
y con febril deseo
busco los restos de mi fe perdida,
por hallarla otra vez, radiante y bella
como en la edad aquélla,
¡desgraciado de mí! diera la vida.

¡Con qué profundo amor, niño inocente,
prosternaba mis frente
en las losas del templo sacrosanto!
Llenábase mi joven fantasía
de luz, de poesía,
de mudo asombro, de terrible espanto.

Aquellas altas bóvedas que al cielo
levantaban mi anhelo;
aquella majestad solemne y grave;
aquel pausado canto, parecido
a un doliente gemido,
que retumbaba en la espaciosa nave:

Las marmóreas y austeras esculturas
de antiguas sepulturas,
aspiración del arte a lo infinito;
la luz que por los vidrios de colores
sus tibios resplandores
quebraba en los pilares de granito;

Haces de donde en curva fugitiva,
para formar la ojiva,
cada ramal subiendo se separa,
cual el rumor de multitud que ruega,
cuando a los cielos llega,
surge cada oración distinta y clara;

En el gótico altar inmoble y fijo
el santo crucifijo,
que extiende sin vigor sus brazos yertos,
siempre en la sorda lucha de la vida,
tan áspera y reñida,
para el dolor y la humildad abiertos;

El místico clamor de la campana
que sobre el alma humana
de las caladas torres se despeña,
y anuncia y lleva en sus aladas notas
mil promesas ignotas
al triste corazón que sufre o sueña;

Todo elevaba mi ánimo intranquilo
a más sereno asilo:
religión, arte, soledad, misterio.
todo en el templo secular hacía
vibrar el alma mía,
como vibran las cuerdas de un salterio.

Y a esta voz interior que sólo entiende
quien crédulo se enciende
en fervoroso y celestial cariño,
envuelta en sus flotantes vestiduras
volaba a las alturas,
virgen sin mancha, mi oración de niño.

Su rauda, viva y luminosa huella
como fugaz centella
traspasaba el espacio, y ante el puro
resplandor de sus alas de querube,
rasgábase la nube
que me ocultaba el inmortal seguro.

¡Oh anhelo de esta vida transitoria!
¡Oh perdurable gloria!
¡Oh! Sed inextiguible del deseo!
¡Oh cielo, que antes para mí tenías
fulgores y armonías,
y hoy tan oscuro y desolado veo!

Ya no templas mis íntimos pesares,
ya al pie de tus altares
como en mis años de candor no acudo.
Para llegar a ti perdí el camino,
y errante peregrino
entre tinieblas desespero y dudo.

Voy espantado sin saber por dónde;
grito, y nadie responde
a mi angustiada voz; alzo los ojos
y a penetrar la lobreguez no alcanzo;
medrosamente avanzo,
y me hieren el alma los abrojos.

Hijo del siglo, en vano me resisto
a su impiedad, ¡oh Cristo!
Su grandeza satánica me oprime.
Siglo de maravillas y de asombros,
levanta sobre escombros
un Dios sin esperanza, un Dios que gime.

¡Y ese Dios no eres tú! No tu serena
faz, de consuelos, llena,
alumbra y guía nuestro incierto paso.
Es otro Dios incógnito y sombrío:
su cielo es el vacío,
Sacerdote el error, ley el Acaso.

¡Ah! No recuerda el ánimo suspenso
un siglo más inmenso,
más rebelde a tu voz, más atrevido;
entre nubes de fuego alza su frente,
como Luzbel, potente;
pero también, como Luzbel, caído.

A medida que marcha y que investiga
es mayor su fatiga,
es su noche más honda y más oscura,
y pasma, al ver lo que padece y sabe,
cómo en su seno cabe
tanta grandeza y tanta desventura.

Como la nave sin timón y rota
que el ronco mar azota,
incendia el rayo y la borrasca mece
en piélago ignorado y proceloso,
nuestro siglo —coloso—
con la luz que le abrasa, resplandece.

¡Y está la playa mística tan lejos!…
a los tristes reflejos
del sol poniente se colora y brilla.
El huracán arrecia, el bajel arde,
y es tarde, es ¡ay! muy tarde
para alcanzar la sosegada orilla.

¿Qué es la ciencia sin fe? Corcel sin freno,
a todo yugo ajeno,
que al impulso del vértigo se entrega,
y a través de intrincadas espesuras,
desbocado y a oscuras
avanza sin cesar y nunca llega.

¡Llegar! ¿Adónde?… El pensamiento humano
en vano lucha, en vano
su ley oculta y misteriosa infringe.
En la lumbre del sol sus alas quema,
y no aclara el problema,
ni penetra el enigma de la Esfinge.

¡Sálvanos, Cristo, sálvanos, si es cierto
que tu poder no ha muerto!
Salva a esta sociedad desventurada,
que bajo el peso de su orgullo mismo
rueda al profundo abismo
acaso más enferma que culpada.

La ciencia audaz, cuando de ti se aleja,
en nuestras almas deja
el germen de recónditos dolores,
como al tender el vuelo hacia la altura,
deja su larva impura
el insecto en el cáliz de las flores.

Si en esta confusión honda y sombría
es, Señor, todavía
raudal de vida tu palabra santa,
di a nuestra fe desalentada y yerta:
—¡Anímate y despierta!
Como dijiste a Lázaro: —¡Levanta!—

A Darwin

I
¡Gloria al genio inmortal! Gloria
al profundo
Darwin, que de este mundo
penetra el hondo y pavoroso arcano!
¡Que, removiendo lo pasado incierto,
sagaz ha descubierto
el abolengo del linaje humano.

II
Puede el necio exclamar en su locura:
«¡Yo soy de Dios hechura!»
y con tan alto origen darse tono.
¿Quién, que estime su crédito y su nombre,
no sabe que es el hombre
la natural transformación del mono?

III
Con meditada calma y paso a paso,
cual reclamaba el caso,
llegó a tal perfección un mono viejo;
y la vivaz materia por sí sola
le suprimió la cola,
le ensanchó el cráneo y le afeitó el pellejo.

IV
Esa invisible fuerza creadora,
siempre viva y sonora,
música, verbo, pensamiento alado;
ese trémulo acento en que la idea
palpita y centellea
como el soplo de Dios en lo creado;

V
hablo de Dios, porque lo exige el metro,
mas tu perdón impetro
(¡oh formidable secta darviniana!)
Ese sonido como el sol fecundo,
que vibra en todo el mundo
y resplandece en la palabra humana;

VI
esa voz, llena de poder y encanto,
ese misterio santo,
lazo de amor, espíritu de vida,
ha sido el grito de la bestia hirsuta,
en la cóncava gruta
de los ásperos bosques escondida.

VII
¡Ay! Si es verdad lo que la ciencia enseña,
¿por qué se agita y sueña
el hombre, de su paz fiero enemigo?
¿A qué aspira? ¿Qué anhela? ¿Qué es, en suma,
el genio que le abruma?
¿Fuerza o debilidad? ¿Premio o castigo?

VIII
Honor, virtud, ardientes devaneos,
imposibles deseos,
loca ambición, estéril esperanza;
horrible tempestad que eternamente
perturbas nuestra mente,
con acentos de amor o de venganza;

IX
conciencia del deber que nos oprimes,
ilusiones sublimes
que a más alta región tendéis el vuelo:
¿Qué sois? ¿Adónde vais? ¿Por qué os sentimos?
¿Por qué crimen perdimos
la inocencia brutal de nuestro abuelo?

X
Ajeno a todo inescrutable arcano,
nuestro Adán cuadrumano
en las selvas perdido y en los montes,
de fijo no estudiaba ni entendía
esta filosofía
que abre al dolor tan vastos horizontes.

XI
Independiente y libre en la espesura,
no sufrió la amargura
que nos quema y devora las entrañas.
Dábanle el bosque entretejidas frondas,
el río claras ondas,
aire sutil y puro las montañas;

XII
la tierra, a su elección, como en tributo
dulce y sabroso fruto,
música el viento susurrante y vago;
su luz fecunda el sol esplendoroso,
la noche su reposo
y limpio espejo el cristalino lago.

XIII
En su pelliza natural envuelto,
gozaba alegre y suelto
de su querida libertad salvaje.
Aún no grababa figurines Francia,
y en su rústica estancia
lo que la vida le duraba el traje.

XIV
Desconoció la púrpura y la seda
no inventó la moneda
para adorarla envilecido y ciego,
ni se dejó coger, como un idiota,
por una infame sota
en la red del amor o en la del juego.

XV
No turbaron su paz ni su apetito
este anhelo infinito,
esta pena tan honda como aguda.
¡Ay! ni a pedazos le arrancó del alma
su candorosa calma,
el demonio implacable de la duda.

XVI
Y en esas lentas y nocturnas horas
negras, abrumadoras,
en que la angustia nos desgarra el pecho,
con tu mirada impenetrable y triste
nunca te apareciste
¡oh desesperación! junto a su lecho.

XVII
No buscó los laureles del poeta,
ni en su ambición inquieta
alzó sobre cadáveres un trono.
No le acosó remordimiento alguno.
No fue rey, ni tribuno,
¡ni siquiera elector!… ¡Dichoso mono!

XVIII
En la copa de un árbol suspendido
y con la cola asido,
extraño a los halagos de la fama,
sin pensar en la tierra ni en el cielo,
nuestro inocente abuelo
la vida se pasó de rama en rama.

XIX
Tal vez enardecida y juguetona,
alguna virgen mona
prendiole astuta en sus amantes lazos,
y más fiel que su nieta pervertida,
ni le amargó la vida,
ni le hirió el corazón con sus abrazos.

XX
Y allí, bajo la bóveda azulada,
en la verde enramada,
a la sonora margen de los ríos,
adormecidos con los trinos suaves
de las canoras aves,
ocultas en los árboles sombríos;

XXI
allí donde la gran Naturaleza
descubre la belleza
de su seno inmortal, siempre fecundo,
en deliquios ardientes y amorosos,
los dos tiernos esposos
engendraron al árbitro del mundo.

XXII
¡Al árbitro del mundo!… ¡Qué sarcasmo!
Perdido el entusiasmo,
sin esperanza en Dios, sin fe en sí mismo,
cuando le borre su divino emblema,
esa ciencia blasfema,
como la piedra rodará al abismo.

XXIII
Caerá de sus altares el Derecho
por el turbión deshecho;
la Libertad sucumbirá arrollada.
Que cuando el alma humana se obscurece,
sólo prospera y crece
la fuerza audaz, de crímenes cargada.

XXIV
¡Ay, si al romper su religioso yugo,
gusta el pueblo del jugo
que en esa ciencia pérfida se esconde!
¡Ay, si olvidando la celeste esfera,
el hijo de la fiera
sólo a su instinto natural responde!

XXV
¡Ay, si recuerda que en la selva umbría
la bestia no tenía
ni Dios, ni ley, ni patria, ni heredades!
Entonces la revuelta muchedumbre
quizás, Europa, alumbre
con el voraz incendio tus ciudades.

XXVI

¡Batid gozosos las sangrientas manos
déspotas y tiranos!
Ya entre el tumulto vuestra faz asoma.
Que el hombre a la razón dobla su frente;
mas sólo el hierro ardiente
la hambrienta rabia de las fieras doma.

A Voltaire

Eres ariete formidable: nada
Resiste a tu satánica ironía.
Al través del sepulcro todavía
Resuena tu estridente carcajada.

Cayó bajo tu sátira acerada
Cuanto la humana estupidez creía,
Y hoy la razón no más sirve de guía
A la prole de Adán regenerada.

Ya solo influye en su inmortal destino
La libre religión de las ideas;
Ya la fe miserable a tierra vino;

Ya el Cristo se desploma; ya las teas
Alumbran los misterios del camino;
Ya venciste, Voltaire. ¡Maldito seas!

Excelsior

Por qué los corazones miserables,
por qué las almas viles,
en los fieros combates de la vida
ni luchan ni resisten?

El espíritu humano es más constante
cuanto más se levanta:
Dios puso el fango en la llanura, y puso
la roca en la montaña.

La blanca nieve que en los hondos valles
derrítese ligera,
en las altivas cumbres permanece
inmutable y eterna.

Crepúsculo

El Sol tocaba en su ocaso,
y la luz tibia y dudosa
del crepúsculo envolvía
la naturaleza toda.
Los dos estábamos solos,
mudos de amor y zozobra,
con las manos enlazadas,
trémulas y abrasadoras,
contemplando cómo el valle,
el mar y apacible costa,
lentamente iban perdiendo
color, transparencia y forma.
A medida que la noche
adelantaba medrosa,
nuestra tristeza se hacía
más invencible y más honda.
Hasta que al fin, no sé cómo,
yo trastornado, tú loca,
estalló en ardiente beso
nuestra pasión silenciosa.
¡Ay! al volver suspirando
de aquel éxtasis de gloria,
¿qué vimos? Sombra en el cielo,
y en nuestra conciencia sombra.

El monasterio de piedra

Venga el ateo y fije sus miradas
En las raudas cascadas
Que caen con el estrépito del trueno
En ese bosque que oscurece el día,
De rústica armonía
Y de perfumes y de sombras lleno;

En la gruta titánica que arredra
Con sus monstruos de piedra,
Su oculto lago y despeñado río:
Que ante tantas grandezas el ateo
Dirá asombrado: -¡Creo,
Creo en tu excelsa majestad, Dios mío!

Arpa es la creación, que en la tranquila
Inmensidad oscila
Con ritmo eterno y cántico sonoro,
Y no hay murmullo, ni rumor, ni acento
En tierra, mar y viento,
Que del himno inmortal no forme coro.

El insecto entre el césped escondido,
El pájaro en su nido,
El trueno en las entrañas de la nube,
Hasta la flor que en los sepulcros brota,
Todo exhala su nota
Que en acordado son al cielo sube.

Nunca del hombre la soberbia ciega,
Que a enloquecerlo llega,
Podrá alcanzar, en su insaciable anhelo,
Ese poder augusto y soberano
Que enfrena el océano
Y hace girar los astros en el cielo.

En vano, golpeándose la frente,
Se agitará impotente
En su orgullo satánico y maldito;
Siempre, desesperado Prometeo,
Le acosará el deseo,
¡Ay!, que como el dolor, es infinito.