Patricio de la Escosura (1807-1878)



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El bulto vestido de negro capuz

Simancas, 1521

I
El caminante

El Sol a occidente su luz ocultaba,
De nubes el cielo cubierto se vía;
Furioso en los pinos el Viento bramaba,
Rugiendo agitado Pisuerga corría.

Soberbia Simancas sus muros ostenta,
Burlando la saña del fiero huracán.
Mas ¡ay del cautivo, que mísero cuenta
Las horas de vida, por siglos de afán!

Por medio del monte, veloz cual la brisa,
Cual sombra medrosa, cual rápida luz,
Un bulto, que apenas la vista divisa,
Camina encubierto con negro capuz.

Mudado el semblante, la vista azorada,
Sollozos amargos lanzando sin fin,
La Madre invocando de Dios adorada,
De hinojos se postra del río al confín.

Del ave nocturna la voz agorera
De encima el castillo se deja escuchar:
Relámpago rojo, con luz pasajera,
Las densas tinieblas haciendo cesar.

-¡Dichoso mil veces! el mísero exclama,
¡Dichoso! murallas, ¡que en fin os miré!
Y al punto, inflamado de súbita llama,
El rezo dejando, se pone de pie.


II
La prisión

«Muchos, repetidos, muy graves pecados
Los hombres hicieron y Dios se enojó:
En pena, de libres, que fueron creados,
Esclavos los hizo; tiranos les dio.

»¡Tiranos! con ellos, cadenas, prisiones,
Castillos y guerras y el potro cruel:
¡Tiranos! con ellos, rencor, disensiones
¡Tremenda es la ira del Dios de Israel!

»Castilla, hijo mío, sintió el torpe yugo,
Y a fuer de briosa lo quiso arrojar.
En vano: ayudarnos al cielo no plugo:
Padilla el valiente cayó en Villalar.

»Nosotros, Alfonso, también moriremos;
También nuestra sangre, vertida será.
¡Qué importa! Muriendo felices rompemos
Las férreas cadenas, que el mundo nos da.»

Acuña, el obispo, patriota esforzado,
Aquel que al tirano no quiso acatar,
El cuerpo de indignas cadenas cargado,
Cual cumple a los libres, acaba de hablar.

En pie, silencioso, con aire abatido,
Mancebo, que apenas seis lustros cumplió,
Le escucha; y responde con hondo gemido,
Que el eco en la torre fugaz repitió.

¡Tan bravo en las lides! Acuña le dice,
¡Tan bravo! y cobarde tembláis al morir…
-Teneos, obispo: muriendo es felice
Quien sólo en cadenas espera vivir.

Morir es más dulce, que ver, como he visto,
Caer a Padilla y a ciento con él.
Yo burlo la muerte, más ¡ay! no resisto
De amor a los otros, ¡fortuna cruel!

Oyóle el obispo con pena y callóse:
Magüer que ordenado, tiene corazón,
Lágrima furtiva al ojo asomóse.
El joven su mano, besó con pasión.


III
El soldado


La noche era entrada, lluviosa y oscura:
Un trueno a otro trueno contino seguía.
Velando, cubierto de fuerte armadura,
La noche, un soldado, feroz maldecía.

El puente guardaba, la puerta y rastrillo,
Con fuego y espada, y agudo puñal.
Ninguno a llegarse se atreva al castillo,
O tema aquel brazo probar en su mal.

Con planta ligera el puente atraviesa
El bulto vestido del negro capuz:
«Detente», el soldado gritándole apriesa,
Le pone a los pechos su enorme arcabuz.

Mas él sin turbarse: -Soldado, replica,
¿Qué gloria matando pensáis conseguir,
A un mozo perdido, que asilo suplica,
Do pueda esta noche tan sola dormir?

-¿Mancebo, quién eres? -Un huérfano soy;
Guardián del castillo, yo soy trobador.
-Tal casta de gentes, de sobra anda hoy:
Marchad noramala, maldito cantor.

Lloraba el mancebo: dolor era oille;
Votaba el soldado, que hacía temblar.
El uno: «doleos» tornaba a decille;
El otro: «¿demonio, te quieres marchar?»

En tanto a torrentes el cielo llovía,
Y un rayo no lejos del puente cayó:
Invoca el soldado temblando a María;
Inerte a sus plantas al huérfano vio.

«-Mal hora los diablos aquí te trajeron!…
Apenas respira… ¡Cuitado rapaz!
Muy tierna crianza tus padres te dieron;
Más horas tuviste, que yo, de solaz.»


IV
La trova

En sucio y estrecho paraje y oscuro,
Ardiendo en el centro su medio pinar,
Sentados en torno del fétido muro,
Como diez soldados se pueden contar.

Un hombre con ellos de pardo vestido,
Hercúleas las formas, de rostro brutal,
Los ojos de tigre, mirando torcido:
Parece ministro del genio del mal.

Al par de aquel hombre, se ve suspirando
El rostro de un niño, de un ángel de luz:
Verdugo, el primero que estamos mirando;
El otro, es el bulto del negro capuz.

-Que cante, que cante: le mandan a coro
Las férreas figuras que en torno se ven;
Lanzando un bramido, terrible, cual toro,
-Que cante, el verdugo repite también.

Quisiera el mancebo primero que al canto
Dar rienda a la pena, que muere de afán:
Mas fuerza le manda; y enjuga su llanto;
Y canta, y de muerte sus cantos serán.


V
Trova

En medio un monte fragoso
Entre encinas colosales
De años ciento,
Templo antiguo, ya ruinoso
Cercado de matorrales
Tiene asiento.

La torre, que cuando entera
Soberbia al Cielo se alzaba,
Derruida,
Ave nocturna agorera
Do la campana sonaba
Sólo anida.

Crecen el musgo y la hiedra
En lugar de los tapices
Recamados,
Con que los muros de piedra
Fueron tiempos más felices
Adornados.

Porque el templo y la cabaña,
Todo el tiempo lo destruye
Fácilmente;
Y piensa burlar su saña,
Quien le espera y quien le huye,
Vanamente.

Un altar sólo se vía
En capilla retirada
Tenebrosa.
En él la Virgen María
De dolores traspasada
Lacrimosa.

De una lámpara de hierro
La dudosa llama inquieta
Mustia brilla:
Seguido sólo de un perro
Recorre un Anacoreta
La capilla.

Y su sombra que refleja
En la altísima techumbre
De la ruina,
Fantasma fiera semeja
Mirada a la escasa lumbre
Que ilumina.

Ve el solitario…

Aquí con su canto llegaba el mancebo,
Un fraile que pasa le manda callar.
-¡¡¡Cantáis; y no lejos tenéis al que debo
Por la vez postrera, triste, confesar!!!

El fraile acabando, siguió su camino:
Callóse el mancebo; y el tigre exclamó:
Razón tiene el padre; sin ser adivino,
Estoy persuadido de lo mismo yo.

-Cualquiera al mirarte, responde un soldado,
Llegar a Simancas, pensara algún mal.
-¡Un mal! por mi vida, Fortún, que has errado:
Mañana a mis manos muere un desleal.

Alfonso García, famoso caudillo
Que de comuneros en Toledo fue,
Mañana en los filos de aqueste cuchillo
Por sus buenas obras hallará mercé.

-¿Mañana le matan? con ansia pregunta,
¡Mañana! el que el canto festivo entonó:
¡Mañana! ¡es posible! y el alba despunta…
-Verdad es: entonces hoy mismo murió.


VI
El beso
Levantan en medio de patio espacioso
Cadalso enlutado, que causa pavor:
Un Cristo, dos velas, un tajo asqueroso
Encima; y con ellos el ejecutor.

En torno al cadalso se ven los soldados,
Que fieros empuñan terrible arcabuz,
A par del verdugo, mirando asombrados
Al bulto vestido del negro capuz.

-¿Qué, tiemblas, muchacho, cobarde alimaña?
Bien puedes marcharte, y presto a mi fe.
Te faltan las fuerzas, si sobra la saña;
Por Cristo bendito, que ya lo pensé.

-Diez doblas pediste, sayón mercenario;
Diez doblas cabales al punto te di.
¿Pretendes ahora, negarme falsario,
La gracia que en cambio tan sola pedí?

-Rapaz, no, por cierto ¡creí que temblabas!
Bien presto al que odias verásle morir.
Y en esto, cerrojos se escuchan y aldabas,
Y puertas herradas se sienten abrir.

Salió el Comunero gallardo, contrito,
Oyendo al buen fraile, que hablándole va.
Enfrente el cadalso miró de hito en hito,
Mas no de turbarse señales dará.

Encima subido, de hinojos postrado,
Al MÁRTIR POR TODOS oro con fervor;
Después sobre el tajo grosero inclinado:
«El golpe de muerte» clamó con valor.

Alzada en el aire su fiera cuchilla,
Volviéndose un tanto con ira el sayón,
Al triste que en vano lidió por Castilla
Prepara en la muerte cruel galardón.

Mas antes que el golpe descargue tremendo,
Veloz cual pelota que lanza arcabuz,
Se arroja al cautivo «¡García!», diciendo,
El bulto vestido del negro capuz.

«¡Mi Blanca!» responde; y un beso, el postrero,
Se dan, y en el punto la espada cayó.
Terror invencible sintió el sayón fiero,
Cuando ambas cabezas cortadas miró.